domingo, 29 de marzo de 2020

La mayor epidemia del siglo XX causó profundos cambios

psicológicos, sociales y políticos

A finales de mayo de 1918 los diarios empezaban a informar de la extensión en Madrid de una enfermedad similar a la que entonces llamaban grippe. Nadie se la tomaba demasiado en serio, y La Vanguardia explicaba, como otros medios, que “todos los casos observados han seguido una marcha muy favorable. Se trata, como ya han adelantado los periódicos, de una epidemia leve”. Pero durante los siguientes doce meses la mal llamada gripe española terminó con la vida de un cuarto de millón de personas en España y, en todo el mundo, con la de entre 20 y 50 millones. Fue una de las peores pandemias de la historia .

Estos datos “nos recuerdan cómo de severa y disruptiva puede ser una epidemia”, escribía en el 2008 el jefe de Epidemiología del Hospital Clínic de Barcelona, Antoni Trilla , en un artículo en la revista Clinical Infectious Diseases. Disruptiva no solo porque supuso que se quebrara la normalidad, sino porque, tras ella, muchos aspectos políticos, sociales, económicos e incluso bélicos cambiaron para siempre. En aquel desastre sanitario se detectan algunos patrones que se repiten hoy con la actual pandemia de coronavirus. ¿Qué mensajes nos envía la gripe un siglo después?

Errores en situaciones complejas

Algunas de las decisiones que se produjeron en 1918 pueden resultar chocantes y algunos debates, familiares. Las autoridades y la población tardaron en dar importancia a la epidemia, pero, a juicio del psicoterapeuta Luis Muiño, esto no se puede considerar una negligencia, sino que obedece a los mecanismos psicológicos humanos. “Entramos en estado de alerta de repente, no de forma gradual: primero minimizamos las amenazas hasta que hay algo que nos hace entrar en alerta. Es un mecanismo adaptativo”, relata.
Ese mecanismo, que probablemente se ha reproducido en las últimas semanas, explica que entonces hubiera debates parecidos a los actuales y que finalmente quedaron, como ahora, rebasados por los acontecimientos. A primeros de octubre, por ejemplo, La Vanguardia reflejaba la razón por la que se había decidido suspender la actividad de los centros educativos y por qué esa determinación no se había tomado antes: “Cuando la Junta de Sanidad adoptó el acuerdo de no suspender la apertura de curso (…) en la Universidad y escuelas especiales de Barcelona, el estado sanitario de nuestra población era muy distinto del de ahora y los datos a los cuales se atuvo no aconsejaban, de momento, una medida tan radical. Pero desde entonces las cosas han cambiado no poco”.
La vida habitual quedó paralizada y la actividad académica suspendida, pero, extrañamente, no fue así con las representaciones teatrales o las salas de cine. Ni con las misas. El relato de aquellos meses no está exento de decisiones difícilmente explicables como la resistencia de las autoridades locales de Valladolid a declarar oficialmente la situación de epidemia con el argumento de que, en plenas fiestas locales eso iba a repercutir negativamente en los negocios. O bien en Zamora, una de las ciudades donde la mortalidad fue mayor, y en la que el obispo utilizó el argumento medieval de que la enfermedad era el castigo por los pecados de los feligreses. Con ese motivo convocó una misa masiva para rogar una intervención divina y que con total seguridad favoreció aún más el contagio.

Cuando en otoño de 1918 se produjo la segunda oleada, la más mortífera, “las autoridades de salud pública se dieron cuenta del importante papel que el sistema de transporte ferroviario podía tener en la expansión de la epidemia”, señala Trilla, y por eso se aplicaron medidas de control sobre los trenes, pero, en cambio, no se tuvo en cuenta que los cuarteles eran un foco de contagio ni que enviar, como se hizo, a los militares enfermos a sus casas para que se recuperaran tendría una repercusión devastadora.
“Es muy complicado hablar de errores en una situación como aquella, de tal complejidad y en que, en muchas ocasiones la sanidad se equivocaba no por negligencia, sino porque no conocía a qué se enfrentaba”, indica, en conversación con La Vanguardia, María Isabel Porras, catedrática de historia de la Ciencia en la Universidad de Castilla-La Mancha. “En el caso de los países que estaban inmersos en la primera guerra mundial -continúa- la situación era aún más complicada porque había censura militar en ambos bandos y la población posiblemente no estuviera suficientemente informada”.

Un enorme impacto psicológico

La ruptura de la normalidad, la enfermedad en sí misma y, por supuesto, los millares de muertos tuvieron un gran impacto, como se puede apreciar en testimonios y en diarios de la época, que evocan la sensación general de vulnerabilidad, agravada porque, a diferencia de otras enfermedades, la gripe de 1918 se cebó en adultos jóvenes, no en niños o en mayores. La mortalidad fue tanta y tan intensa, sobre todo en pequeños núcleos de población donde carecían de servicios médicos, que, según María Isabel Porras, “en algunos pueblos de España se llegó a hacer un pacto de silencio”, una vez pasada la epidemia.
Esta experta destaca otro aspecto que hoy puede sonar familiar. “A mediados de esa década, sólo unos años antes de la pandemia -explica- muchos científicos creían que las enfermedades infecciosas eran cosa del pasado, un pensamiento que fue rebatido por la realidad. Décadas después, cuando se consiguió erradicar la viruela, también se pensó lo mismo, pero entonces el sida acabó de nuevo con la ilusión”. Un mundo que ya había puesto los cimientos de la sociedad industrial y que sentía que la tecnología y la ciencia lo podían todo, se daba de bruces con un diminuto virus desconocido y veía que esas convicciones eran cuestionadas.
La escritora y periodista Laura Spinney, autora de El jinete pálido (Crítica) sostiene que el impacto emocional fue enorme. “Parece que hubo una ola de depresión y fatiga que se extendió por todo el mundo una vez terminó la pandemia, y que hoy podríamos llamar fatiga posviral o síndrome posviral. No hay muchos estudios sobre el tema, pero parece que lastró especialmente la recuperación de la productividad y la economía”, relata a La Vanguardia. Añade que escribió su libro precisamente porque se ha hablado mucho de los efectos psicológicos de la guerra, pero poco de la otra tragedia simultánea, la gripe, que al fin y al cabo causó más muertes y en menos tiempo.

Una sociedad que no volvió a ser la misma

Las consecuencias de la epidemia sacaron a la luz el problema, también actual, de las desigualdades sociales. Las víctimas fueron mucho más numerosas entre las capas sociales más bajas, que estaban peor alimentadas y vivían en peores condiciones. “En todos los países -señala Porras- se produjeron crisis sociales a consecuencia de la gripe; en el caso de España el hecho de que una parte importante de la población hubiera quedado desamparada hizo que en algunos sectores se tomara conciencia de la necesidad de establecer algún sistema generalizado de protección”. La falta de un sistema de salud pública había hecho, por ejemplo, que la mayor parte de los núcleos rurales remotos del interior se hubieran encontrado indefensos ante la epidemia, pero la situación distaba de ser óptima en las concentraciones obreras de las grandes ciudades. Los diarios de la época atestiguan las numerosas donaciones puntuales por parte de ciudadanos adinerados para intentar paliar esta situación.
A partir de la crisis de 1918 se propusieron reformas del sistema sanitario para modernizarlo y ampliar su cobertura y, aunque la idea de establecer un seguro social no progresó, sí se abrió un debate, que también se produjo en los grandes países europeos y que cristalizaría años después y sobre todo tras la segunda guerra mundial, en la creación del Estado del Bienestar. De la misma manera que los países tomaban conciencia de esa necesidad, también lo hacían en relación con que era fundamental coordinarse ante amenazas globales a la salud pública. Por eso, cuando en los años 20 se creó la Sociedad de Naciones, se constituyó bajo su paraguas una rama destinada a la salud en respuesta directa a la gripe. Ese organismo se puede considerar el antecedente inmediato de la actual Organización Mundial de la Salud (OMS).
España se había mantenido en la neutralidad en el transcurso de la Gran Guerra , pero eso no significaba que su sociedad estuviera libre de convulsiones. En un país inmerso en su propio proceso de industrialización, con una gran efervescencia obrera y con unas clases instruidas en aumento, la crisis provocada por la epidemia erosionó el sistema constitucional porque no había podido responder adecuadamente. Según la historiadora Victoria Blacik, “la epidemia de gripe desafió el sistema político de la Restauración, ya que puso de manifiesto su mal funcionamiento”.
Para esta investigadora, la falta de eficacia de la administración decantó a una parte importante de la opinión pública, alfabetizada y con un buen nivel de formación, hacia opciones políticas que suponían un cambio. En este contexto, el hecho de que la dictadura de Miguel Primo de Rivera , a partir de 1923, utilizara como palabra clave de su doctrina política el “saneamiento” no es casual. De hecho, el dictador impulsó importantes reformas en el terreno de la sanidad y la higiene públicas, aunque “el programa de saneamiento del régimen también incluía la destrucción del sistema parlamentario, la persecución de la lengua catalana y la imposición de una moral religiosa y nacionalista determinadas”.

Un virus que dicta la geoestrategia

Es muy difícil disociar la epidemia de gripe de la cadena de acontecimientos de los últimos momentos de la primera guerra mundial y de la posguerra, porque, para empezar, la mayor parte de especialistas creen que las primeras infecciones se produjeron en campamentos militares aliados.
Pero, más allá de su origen, los historiadores aún debaten qué peso tuvo la epidemia en el desenlace del conflicto. “Hay algunos especialistas, aunque es una minoría, que piensan que la población de las potencias centrales estaba más débil y peor alimentada a consecuencia del bloqueo aliado”, señala Laura Spinney, “y que, por tanto, los efectos de la gripe fueron comparativamente mayores en ella y en sus ejércitos, lo que podría haber acelerado el final de la contienda”.
En donde sí está claro que la repercusión de la pandemia fue mayor es en la inmediata postguerra. La conferencia de París, en la que las potencias aliadas negociaron los términos de las reparaciones de guerra que deberían soportar las potencias centrales y que culminó en la firma del tratado de Versalles , se desarrolló en el primer semestre de 1919. En ese momento se estaba produciendo la tercera oleada de la pandemia de gripe, que afectó a varios de los delegados. Spinney señala que los más perjudicados por la enfermedad fueron los representantes de los países partidarios de suavizar las condiciones para Alemania, lo que confirió en las negociaciones más peso al ala dura de los aliados.
Entre los primeros, se encontraba el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, un personaje clave en las negociaciones, que creía que no se podía castigar a Alemania en exceso porque eso sería contraproducente. Según esta autora, algunos neurólogos han relacionado aquel tipo de gripe con la posibilidad de que la víctima sufriera pequeños ictus. Por los testimonios que se conservan, Spinney cree que Wilson pudo ser víctima de ellos, lo que habría restado eficacia a la defensa de su posición en la mesa de negociaciones.


De hecho, poco después sufrió un ataque de mayor entidad justo en el momento que debía defender ante el Congreso de Estados Unidos el tratado y la entrada de su país en la Sociedad de Naciones, lo que finalmente no se produjo. El triunfo de la posición partidaria de tratar a Alemania con la mayor dureza tras la derrota de la guerra está tras el derrumbe de la economía germana y el sentimiento de humillación de su población en los años siguientes. Los acontecimientos políticos que siguieron son de sobra conocidos

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