lunes, 21 de enero de 2013

¡Qué solos se quedan los viejos"




¡Dios mío, qué solos
se quedan los viejos!
Por su aspecto físico,
deformes y enfermos,
producen rechazo
y helado aislamiento.
Nadie quiere ver
que al pasar el tiempo
los cuerpos hermosos
toman ese aspecto.

Ellos no tendrán
alegres momentos,
la vida ha quedado
lejos, lejos, lejos.
No habrá diversión,
viajes y  paseos.
Soledad y frío
son sus compañeros.

¡Dios mío, qué solos
se quedan los viejos!

En sus noches largas
abrigan los sueños
de amadas escenas
de pasados tiempos,
que al despertar abren
queridos recuerdos
y hacen brotar lágrimas
de gran desconsuelo.

Al amanecer
de sus días tétricos
quisieran quedarse
por siempre en el lecho,
nada les espera,
todo es triste y viejo,
la monotonía
es su carcelero.

¡Dios mío, qué solos
se quedan los viejos!

Cuando se levantan
les duelen los huesos,
con sus piernas débiles
arrastran sus cuerpos,
y el vacío rompe
la pared del miedo.
Sólo sienten hambre
de abrazos y besos.

Así languidecen,
apáticos, quietos,
nadie les visita,
no suena el teléfono,
dolores y achaques
son sus alimentos
y anhelan huir
del carnal encierro.

¡Dios mío, qué solos
se quedan los viejos!

Antiguos retratos,
en su cautiverio,
son puntos de apoyo
de sus pensamientos.
Sólo les conforta
ver de nuevo a aquellos
seres tan queridos
que un día se fueron.

La fe les ofrece
divino consuelo,
confían al fin
volar a su encuentro.
Entre sus angustias
palpita el deseo
de alcanzar la dicha,
la paz, el sosiego.

¡Dios mío, qué solos
se quedan los viejos!

Ansían gozar
de los tiempos nuevos
en el añorado
paraíso eterno,
con Dios y la Virgen,
con los que perdieron,
y pronto, muy pronto,
¡vivir en el cielo!

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