A pesar de que cada año parecen iguales, algo muy especial tuvieron aquellas fiestas del pueblo, que todavía pasan por mi mente y que hacen que año tras año las reviva cuando se acerca el fin del verano.
Ahora ya jubilado, me parece como si me hubiesen proyectado una película, en la que cuando estás en plena celebración de las fiestas del año 2009, vuelve mi mente atrás. Y comienza el rodaje de la película:
Es la década de los 50 y principios de los 60 del siglo pasado. En mi casa que por este tiempo que es una de las mejores del pueblo, solamente disponíamos de dos habitaciones. La puerta de entrada daba a una placeta donde se desarrollaba parte de mí tiempo, jugando con mi tranvía de lata y una moto con su motorista con casco y todo; y como no, mi juguete preferido, hecho de una lata de atún ovalada y alambre para sujetar los dos carretes de madera que forman las ruedas. Era mi juguete preferido porque me lo había hecho mi padre. Y juego cuando no estoy en la escuela
o en el catecismo (hoy se dice colegio y catequesis).
Y aparte de la placeta, este espacio tan recordado por mí, dentro hay dos habitaciones. En la primera la chimenea y las dos alacenas a los lados, la mesa de camilla y bajo la luz de la ventana el “banquillo” de zapatero de mi padre, donde se pasa el día y a veces parte de la noche poniendo remiendos, tapas, suelas y medias suelas. Los precios: el remiendo de 1 a 3 pesetas dependiendo de lo grande que es; las tapas 5 o 6 pesetas y las medias suelas o suelas enteras entre 10 o 15 pesetas. Por cierto las suelas mejores son las que sacan de los laterales de las ruedas viejas de los coches o camiones que las compra en Granada y las recorta, y a golpe de martillo las pone llanas para adaptarlas porque vienen ovaladas.
Y puestos a recordar, los precios: unas sandalias nuevas 6 duros y unos zapatos nuevos como los que a mí me hizo para irme al Seminario 10 duros. Aún así el negocio iba a menos y esto hizo que tuviésemos que emigrar al pueblo de al lado donde no había otro zapatero.
Como complemento al sueldo de zapatero, podría ser el alquiler de las dos habitaciones que hay en la parte de arriba, a militares o guardias civiles, pero deduzco que ese ingreso extra sería para Mama Loles, mi abuela paterna que al fin y al cabo era la dueña de la casa. Y además, nunca llegué a saber lo que pagaban de alquiler. Tampoco me hacía falta. Mi vida transcurría de la casa a la calle a jugar, a la escuela y a la Iglesia actuando de monaguillo, actividad que seguí ejerciendo hasta los 16 años en que me independicé para comenzar a trabajar y de la que guardo un especial recuerdo; tanto es así que cuando puedo ayudo a mi párroco y me sirve para revivir aquellos años de mi niñez.
Y volviendo a mi recuerdo de las fiestas es, porque esos días comenzaba a llenarse la casa de familiares. Primero era mi tío Paco el sastre, que llegaba un mes antes para hacer trajes a la gente del pueblo. Trabajaba en aquella mesa de camilla y en una tabla añadida; y al lado la máquina de coser y el planchador. Durante esos días la radio se ponía a más potencia para oír los discos dedicados en la Voz de Granada. Cuando iban faltando menos días llegaban algunos primos. Eran los primos ricos que vivían en Granada, y que iban al Colegio del Ave María y al Sacromonte. ¡Qué envidia les tenía yo a estos primos! Tenían colegios grandes y varios libros en un mismo año, mientras yo tenía la escuela en la primera planta del ayuntamiento, con unos grandes escalones que con mis cortos pies me costaba trabajo subirlos. Y estábamos en una sola habitación 30 o 40 niños y un solo maestro. Y me pasaba dos o tres años con la misma enciclopedia (primero la elemental, después la del primer grado y así sucesivamente). También porqué no decirlo, me gustaba que vinieran porque me traían libros que ya no les servían y yo devoraba inmediatamente, quizás por temor a que se los llevasen otra vez. Recuerdo los libros de Agustín Serrano de Haro: Lecciones de cosas, Lecturas graduadas, Historia de España, etc., etc.
Y aunque la casa era la misma, allí estábamos el doble de personas. Hoy no lo entiendo.
En la calle una semana antes se instalaban los puestos de “los tíos del turrón” como solíamos llamarlos. Eran unos palos amarrados con cuerdas, a veces sostenidas a los ganchos que había en las fachadas para atar los mulos y los burros o a las rejas de las ventanas. Después unas tablas que les prestaban en el molino de pan y sábanas muy blancas tanto en las tablas como en los laterales y arriba, que servían para tapar durante el día el sol que caía como hoy sigue cayendo, a 40 grados.
Los dos o tres bares que había por aquel tiempo, (el de Joseillo, el de Juan Pedro Velilla), los veía esos días más llenos; o mejor dicho, llenos por completo, especialmente al medio día. Y es que la fiesta se vivía más intensamente de día y no de noche.
Y en la plaza también con palos y fardos de los aceituneros, a una distancia muy alta para mi, se instalaba el conjunto musical, compuesto de solo tres o cuatro músicos, con trompeta, saxofón, acordeón, guitarra, bandurria y un llámbar (no se si es así como se escribe), pero así se llamaba a lo que hoy conocemos como batería y que estaba compuesto de tambor, platillos de mano y de pié y el tambor grande que se accionaba con el pié. Todo este montaje lo seguíamos lo más cerca que nos permitían todos los chiquillos del pueblo.
Y qué decir de la llegada de la banda de música del Ave María? Con aquel director, Don José, que cojeaba de un pié. Nada más bajarse comenzaba a oírse los instrumentos afinándolos. Y sin perder tiempo unos pasacalles con disparos de cohetes. Después vendría la distribución de los músicos que se alojaban en las casas del pueblo.-Eso era solidaridad-. Hoy es imposible costear una banda de música tres días en el pueblo.
Por la noche era la verbena, el plato fuerte para los mayores y como recuerdo de aquellas verbenas me queda el de Paquito Rodríguez. Que por cierto, ¿quién me iba a decir a mí en aquellos años, que cuando fuera mayor iba a saludar a este cantante que era amigo de mi tío Paco? -el sastre-.
Para los niños estaban las carreras de sacos, el lanzamiento de globos y fantoches y algún que otro viaje en aquellos columpios de madera. Subidos al caballito de sube y baja y con coche de bomberos y otros artilugios.
Para los más mayores estaban las carreras de cintas en bicicleta, con el aliciente de que la cinta que cogían, se la tenía que poner la niña que la había bordado (sin beso por supuesto y lo más retirados posible para que nadie pudiese hacer crítica alguna). Y después las carreras de cintas a caballo con el mismo ceremonial. La tarde se completaba con partidos de fútbol con los pueblos más cercanos y también se improvisaban plazas de toros con carros y remolques de los tractores. Y las vaquillas que se soltaban las toreaban los niños mayores, es decir los jóvenes.
Mientras, mi casa seguía siendo un bullicio. Con comida extraordinaria, con carne incluida. Y yo con mis primos y los amigos también tenía algo especial: una peseta por aquí, dos reales por otro lado, hasta reunir 4 o 6 pesetas. Una peseta para un viaje en columpios, helados a un real (eran dos galletas con helado en medio), barquillos de canela y pan de la habana (con aquél pregón del vendedor que decía: “Pan de la Habana, que se come sin gana”). Todo esto a gorda (10 céntimos de peseta). Y los chupones de caramelo a un real y a dos reales dependiendo del tamaño. Y todo el día dando viajes a las casetas. El turrón era más caro y nos lo compraban los mayores.
Con gran ilusión esperábamos aquel castillo de fuegos artificiales. Auténticos castillos hechos con cañas, cuanto más altos más emoción, con ruedas de colores y cohetes rateros que quemaban las medias a las mujeres.
La parte más seria y más solemne era la Misa cantada en latín, con varios curas y mucho incienso. Por la noche la procesión con el patrón vestido. Eso de vestido tiene su explicación: Y es que la imagen del patrón de mi pueblo es una talla de San Sebastián, pero durante la fiesta se le ponía una especie de falda de cintura para abajo. Así que unos días antes se le ponía esta ropa. Por eso, cuando se entretenían y lo vestían más tarde, se decía: “la fiesta encima y el santo encueros”. Todavía cuando algo no está su tiempo se suele decir este dicho.
Llega el final de la película y esta es la realidad.
Ya no vienen los columpios con aquellos caballitos. Hoy son los coches de choque que chocan violentamente unos con los otros.
Ya no hay castillos de fuegos artificiales, solo cohetes.
Ya no es novedad las casetas de los tíos del turrón, sino las discotecas y los botellones.
Ahora no basta con tres o cuatro músicos para formar una orquesta, hay que gastarse entre 6.000 y 15.000 euros para un conjunto o un espectáculo musical.
Las cintas no las bordan las niñas del pueblo, (¿es que no saben bordar?) ahora se imprimen con ordenador o se rotulan con rotuladores.
Para el fútbol no vale entregar un trofeo, piden dos o tres mil euros.
Ya apenas hay fiesta de día. De día es dormir, porque la fiesta es a partir de las 12 de la noche o después.
Estas no son las fiestas de mi pueblo.
FOTOS:
En la primera estoy yo en la escuela. Año 1950.
De finales de la década de los 40 la foto en que aparece mi padre en su casa de las Piqueras, trabajando de zapatero bajo la luz de la ventana.
Partido de fútbol en unas fiestas del año 80 y 81. Y de igual año los toros.
Y al final cinco jóvenes entre los que aparece el segundo a la derecha mi primo Joselito -ya fallecido-. Todos con traje de fiesta. (Por cierto, que no he podido todavía identificar a los cuatro que están con él. La foto está tomada en la calle Madrid, muy cerca de donde estaba su casa o en su propia puerta donde había una placetilla).
Enrique
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